Cada primavera, cuando el azahar comienza a desvanecerse y el calor sevillano anuncia la cercanía del verano, algo mágico ocurre: Sevilla se pone en camino. Carretas engalanadas, caballos orgullosos, cantes por sevillanas y rezos al aire libre marcan el inicio de una de las manifestaciones de fe y tradición más espectaculares de España: la Romería del Rocío. Y aunque la aldea almonteña sea el destino, el corazón que la impulsa late con fuerza en Sevilla.
Para entender la Romería del Rocío, hay que empezar por Sevilla. No es solo un punto de partida logístico, sino el alma que arropa y proyecta esta devoción mariana. Aquí, en plena ciudad, se respira rocío semanas antes del camino. Las hermandades preparan sus simpecados, los carros se engalanan con flores de papel y los romeros afinan guitarras y voces. Cada barrio, desde Triana hasta el Cerro del Águila, aporta su esencia a este mosaico de fe que estalla en colores, música y emoción.
Sevilla no acude al Rocío: Sevilla va al Rocío. Y eso significa caminar. Desde las primeras luces del día en que cada hermandad inicia su peregrinación, la ciudad se transforma. Los vecinos salen a las calles para ver pasar las carretas, los niños agitan pañuelos, y las campanas de iglesias centenarias repican para despedir a los romeros.
Triana, una de las hermandades más antiguas y carismáticas, cruza el Guadalquivir en barcaza, una imagen icónica que reúne a miles de personas en los muelles. La emoción se palpa. No es solo una tradición: es un acto de identidad. Y tras esa travesía, comienza el camino por las marismas, por los pinares, por la arena ardiente del Coto de Doñana. Sevilla deja atrás sus calles adoquinadas y se funde con la naturaleza en una marcha casi mística.
Muchos forasteros se asombran al ver la mezcla de lo sagrado y lo profano en El Rocío. ¿Cómo es posible que la devoción mariana conviva con el vino, el cante y el baile? La respuesta está, nuevamente, en Sevilla. La ciudad ha sabido, como ninguna otra, entrelazar el fervor religioso con la alegría de vivir. Así como ocurre en la Semana Santa, donde el silencio y la saeta conviven, en el Rocío también hay espacio para la lágrima contenida frente a la Blanca Paloma y para la fiesta desbordante bajo una encina.
Las casas de hermandad en la aldea del Rocío —muchas con sede en Sevilla— se convierten en puntos de encuentro donde la hospitalidad andaluza brilla con luz propia. Allí se reza, se canta, se comparte y se sueña. La Virgen no solo es un símbolo de fe; es una excusa sublime para reunir a familias, amigos y generaciones enteras bajo un mismo techo espiritual.
La relación entre Sevilla y el Rocío no es solo emocional: también es vital desde un punto de vista cultural y económico. La ciudad se moviliza semanas antes con talleres de costura que confeccionan trajes de flamenca, guarnicionerías que preparan atalajes, talleres de cerámica y orfebrería que ultiman detalles para carretas y simpecados. Todo un ecosistema tradicional se activa al compás de la romería.
Además, el Rocío ha sido fuente inagotable de inspiración para poetas, músicos y artistas sevillanos. Desde las sevillanas rocieras que se escuchan en cada rincón, hasta las pinturas y fotografías que capturan la belleza del camino, la devoción a la Virgen del Rocío ha dejado una huella profunda en el arte y el imaginario de la ciudad.
Pero si hay un momento que resume toda esta pasión compartida entre Sevilla y el Rocío, es el "salto de la reja". Cuando, en la madrugada del Lunes de Pentecostés, los almonteños saltan la verja para sacar a la Virgen, el clamor que se escucha entre la multitud es indescriptible. Muchos sevillanos, tras días de camino y noches en vela, lloran al verla salir. Es el clímax de una experiencia que va más allá del turismo o la tradición: es una vivencia transformadora, un acto de amor profundo y ancestral.
Incluso para quienes no son creyentes, el Rocío es un fenómeno que impresiona. Y en Sevilla, la romería es parte del ADN colectivo. El vínculo es tan profundo que muchos rocieros sienten que la Blanca Paloma también es sevillana. Cada año, cuando el camino termina y las carretas regresan al asfalto, la ciudad los recibe con lágrimas, abrazos y promesas de volver. Porque Sevilla no se despide del Rocío: simplemente empieza a soñar con el siguiente.
La Romería del Rocío no sería la misma sin Sevilla. Y Sevilla no sería Sevilla sin el Rocío. Juntas forman un binomio único, una danza de historia, emoción, espiritualidad y cultura popular que no tiene igual en el mundo. No es solo un trayecto de ida y vuelta: es un viaje interior, una liturgia al aire libre, un espejo donde el alma andaluza se mira y se reconoce.
Porque cuando Sevilla va al Rocío, no va simplemente a ver a una Virgen. Va a encontrarse consigo misma.