Sevilla es una ciudad que invita a perderse por las estrechas calles del centro histórico, donde en cada rincón podemos encontrar azulejería única, columnas aguantando esquinas de casas que han sido testigos del devenir de la historia, enormes ruedas de molino que nos hablan de la fortuna de quien otrora habitara esas preciosas viviendas, y si prestamos atención, entre columnas romanas en la calle Mármoles, la palaciega Casa de Pilatos y la monumental Iglesia del Salvador, vemos un rótulo con un nombre un tanto particular: Cabeza del Rey don Pedro.
Si miramos frente al rótulo, nos encontramos con un busto que tiene una corona, pero ¿qué leyenda se esconde detrás de este rey? Como siempre, la tradición oral añade, retoca y decora la versión original, aquí os contamos una de las cientos de versiones ocultas tras este peculiar rey, para mi gusto, la más completa.
Cuentan las crónicas de la época que el rey Pedro I, conocido como el Cruel o el Justiciero según quien lo mencione y responsable de la construcción del palacio mudéjar del Alcázar, gustaba del disfrute de la vida nocturna sevillana. Nos situamos en el siglo XIV cuando el Rey don Pedro vuelve a casa protegido por la oscuridad de las angostas callejuelas de trazado musulmán que visten el centro de la ciudad cuando se encontró con un noble miembro de la familia de los Guzmanes. El estado de embriaguez de ambos les condujo a retarse a un duelo, y siendo Pedro I un renombrado espadachín, saldió airoso del entuerto dejando un cadáver en la calle.
A pesar de que en una ventana se avistaba la luz de un candil, nuestro rey pensó que no era lo suficiente intensa como para ser reconocido. Nada más lejos de la realidad debido a los rasgos tan significativos que le definían: cabellos dorados como el sol, ojos azules como el mar, y una peculiaridad en su fisonomía: al caminar sus rodillas hacían el mismo sonido que dos nueces al chocar (unos escritos recogen que por una enfermedad que sufrió en su infancia, otros que debido a una caída desde un caballo a temprana edad). Con estas características, podemos entender lo sencillo que era identificar al asesino.
Cuando a la mañana siguiente se presenta la familia del asesinado en los Reales Alcázares reclamando justicia, Pedro I promete encontrar al culpable y colgar su cabeza en el mismo lugar donde el muerto había sido hallado, pensando seguramente sacrificar a algún miserable sin suerte. Pero su idea se va a truncar cuando una anciana pide audiencia con el rey esa misma noche alegando tener información esencial para resolver el misterio del Guzmán fallecido.
Pedro I recibirá a la señora, quien titubeando le dice que no se atreve siquiera a nombrar al espadachín que arrebató la vida a aquel buen hombre, pero que si quiere descubrir la cruda realidad, no tiene más que mirar por la ventana. Al ser noche cerrada, el Cruel o el Justiciero vio su propio reflejo y comprendió que tenía que comprar el silencio de aquella valiente mujer que tan desesperada estaría para acusarle.
La crisis se zanjará cuando Pedro I cuenta a la nobleza sevillana –ya no sólo afecta este crimen a los Guzmanes, pues un asesino de nobles anda suelto- que tiene la cabeza del culpable dentro de una caja la cual será colocada en el lugar que prometió, mas impone una condición: no puede ser abierta hasta el día de su muerte para evitar más conflictos en la muy noble ciudad de Sevilla.
Años después, cuando en la batalla de Montiel Pedro I se enfrente a su hermanastro don Enrique, será víctima de una emboscada organizada por su rival y su favorito du Guesclin. Cuando du Guesclin engaña a don Pedro para que entre en la tienda de don Enrique, pronunciará la famosa frase “ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor”, probablemente lo último que escuchó Pedro I antes de su último aliento, el cual convirtió a Don Enrique en Enrique II.
En el momento en el que en este año 1369 los habitantes de Sevilla conocen la triste (o alegre según para quien) noticia, se dirigen a la caja que desde hace tiempo decoraba la esquina de una calle para verle el rostro al que fue asesino de uno de los Guzmanes, quedando todos perplejos al descubrir la que esperaban que fuese la cara del mal: la Cabeza del Rey don Pedro, pero no la de verdad, sino una escultura que el mismo rey había mandado construir, quedando como una especie de broma macabra para aquellos espectadores que fueron parte del conflicto.
A día de hoy, una Cabeza del Rey don Pedro sigue decorando la calle homónima, encontrándose la original a escasos metros en Casa de Pilatos. Y para revivir la leyenda de forma completa, en una venta de la calle Candilejo se puede ver el candil con el que la señora observó el entuerto que dio lugar a esta leyenda.
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