En pleno corazón de Sevilla, en la Plaza Nueva, se alza un edificio que parece tener dos almas. Basta con rodearlo una sola vez para notarlo: una cara mira al pasado glorioso del Renacimiento, y la otra observa el bullicio moderno de la ciudad que nunca duerme. Es el Ayuntamiento de Sevilla, una joya arquitectónica que, más que un edificio, es un espejo del tiempo.
La historia del Ayuntamiento se remonta al siglo XVI, cuando Sevilla se había convertido en el centro del mundo. Tras el descubrimiento de América, la ciudad era la puerta de entrada a las riquezas del Nuevo Mundo: oro, plata, especias y seda pasaban por su puerto, el más importante de la Corona de Castilla. Era, literalmente, la capital económica del imperio español.
En ese contexto de esplendor, el cabildo sevillano —la institución que gobernaba la ciudad— decidió que su vieja sede, junto a la Catedral, ya no estaba a la altura de su poder. Necesitaban algo más monumental, algo que reflejara la grandeza de una urbe que competía con Venecia o Amberes.
En 1526, Carlos V visitó Sevilla para celebrar su boda con Isabel de Portugal. Su presencia aceleró los planes: era la oportunidad perfecta para impresionar al emperador. El cabildo encargó el nuevo edificio al maestro Diego de Riaño, uno de los arquitectos más notables del Renacimiento andaluz.
Riaño comenzó su obra en 1527 y concibió un diseño que era toda una declaración de intenciones. En lugar de las severas líneas góticas que dominaban la época, optó por el plateresco, un estilo que mezclaba el equilibrio renacentista con una exuberancia decorativa típicamente española.
La fachada que da a la Plaza de San Francisco, la más antigua del edificio, parece una enciclopedia tallada en piedra. Ángeles, reyes, santos, escudos, alegorías y motivos florales cubren cada rincón como si fueran encajes de mármol. Cada relieve cuenta una historia: los símbolos del cabildo, las virtudes cívicas, los emblemas imperiales… todo dispuesto con un virtuosismo que parece desafiar el tiempo.
Esta parte del edificio fue terminada parcialmente antes de la muerte de Riaño, y su sucesor, Hernán Ruiz II, continuó el proyecto respetando su espíritu. El resultado fue una auténtica joya del arte renacentista español, que todavía hoy deslumbra a quienes cruzan la Plaza de San Francisco.
Y, sin embargo, si uno se detiene a observar con atención, descubrirá algo curioso: la fachada plateresca no está terminada. El tramo central es un prodigio de detalle, pero hacia los extremos las esculturas se simplifican, los relieves desaparecen y el muro queda desnudo. ¿Qué ocurrió?
Cuando Riaño murió en 1534, el edificio estaba lejos de completarse. Su visión era mucho más ambiciosa: quería envolver toda la Casa Consistorial con esa exuberante decoración plateresca, haciendo del Ayuntamiento una auténtica joya cívica. Pero su fallecimiento marcó un punto de inflexión.
A ello se sumó un obstáculo muy terrenal: el dinero. Tallar piedra con tanta precisión requería tiempo, artistas especializados y una inversión enorme. En las décadas siguientes, el cabildo tuvo que desviar fondos a otras prioridades: mantenimiento urbano, obras públicas, defensa del puerto o control del Guadalquivir. La Sevilla imperial, tan rica y ostentosa, comenzó a mirar con preocupación sus cuentas.
Más adelante, el declive económico se hizo sentir con fuerza. Las epidemias de peste, la crisis comercial y, finalmente, el traslado de la Casa de Contratación a Cádiz en 1717 restaron a Sevilla buena parte de su esplendor y sus ingresos. Aquella ciudad que había soñado con un ayuntamiento-palacio tuvo que conformarse con un edificio funcional.
Así, la decoración plateresca quedó inconclusa, y lo que hoy vemos es solo un fragmento del plan original. Paradójicamente, esa falta de terminación le da al edificio un encanto especial: parece que la piedra misma contara la historia de una ambición interrumpida.
El siglo XVII trajo consigo la decadencia definitiva. El Guadalquivir se volvió traicionero, el comercio con América se desvió a otros puertos, y Sevilla perdió su esplendor. Durante siglos, el Ayuntamiento siguió funcionando, pero el edificio quedó anclado en el tiempo.
No fue hasta el siglo XIX cuando la ciudad recuperó su ambición urbanística. En 1852, con la reforma de la Plaza Nueva, Sevilla miró de nuevo hacia el futuro. La antigua Casa Consistorial se encontraba en una posición incómoda: su magnífica fachada renacentista daba la espalda a la nueva plaza principal.
Era necesario abrirla, darle otra cara. Y así comenzó el doble rostro del Ayuntamiento.
El arquitecto Demetrio de los Ríos fue el encargado de ampliar el edificio. Lo hizo con respeto, pero también con decisión. La nueva fachada —la que hoy se ve desde la Plaza Nueva— se construyó en estilo neoclásico, sobrio, geométrico y elegante. Sus líneas rectas, sus pilastras y su simetría contrastan con la exuberancia renacentista del lado opuesto.
El resultado fue sorprendente: el Ayuntamiento de Sevilla se convirtió en un edificio literalmente dividido entre dos épocas. Un lado evoca el humanismo y el arte refinado del siglo XVI; el otro refleja la modernidad burguesa y el orden del XIX.
Esta dualidad no solo es estética: también cuenta la historia de una ciudad que nunca deja de reinventarse. Sevilla, como su ayuntamiento, vive en equilibrio entre la tradición y la renovación constante.
Pasear por el interior del Ayuntamiento es entrar en un museo que aún cumple su función original. En sus salas se conservan documentos históricos, retratos de alcaldes y reyes, y piezas de arte que narran cinco siglos de gobierno local. Entre los tesoros más valiosos destaca la sala capitular alta, una joya plateresca decorada con relieves que representan las virtudes del buen gobierno.
En su exterior, la convivencia de estilos se convierte en metáfora: Sevilla es una ciudad de contrastes, y su ayuntamiento lo refleja como ningún otro edificio. Un pie en el pasado, otro en el presente.
El Ayuntamiento de Sevilla no es solo la sede administrativa del cabildo. Es un símbolo de identidad. Representa a una ciudad que, a lo largo de los siglos, ha sabido adaptarse sin renunciar a su esencia.
Por un lado, el rostro renacentista nos recuerda los días de gloria, el poderío de una Sevilla imperial, refinada y cosmopolita. Por el otro, la fachada neoclásica refleja la ciudad moderna, abierta, que se transformó con el paso del tiempo para seguir siendo el corazón de Andalucía.
Y así, piedra sobre piedra, el Ayuntamiento sigue en pie, como un libro abierto donde cada fachada cuenta una historia distinta. Si alguna vez pasas por la Plaza Nueva y giras la esquina hacia San Francisco, detente un momento y míralo bien: verás que no es solo un edificio, sino una ciudad condensada en piedra, con dos caras y un alma que sigue latiendo.
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