
Pocas ciudades pueden presumir de tener un nombre que, por sí solo, ya evoca música, luz, misterio y un pasado que se pierde en los siglos. Sevilla es una de ellas. Decir “Sevilla” es convocar una emoción: un rumor de guitarras, un olor a azahar, una luz dorada que cae sobre el Guadalquivir. Pero ¿de dónde viene realmente ese nombre que tantos suspiran al pronunciar? ¿Es tan antiguo como parece? ¿Ha cambiado a lo largo de la historia? La respuesta es un viaje fascinante a través de culturas, lenguas y leyendas.
La historia comienza mucho antes de romanos, árabes o castellanos. Mucho antes de Trajano o Al-Mutamid. Algunos estudios sitúan el origen del nombre en los tartesios, aquel misterioso pueblo que habitó el sur de la península hace más de 3.000 años. Para ellos, Sevilla habría sido Spal o Ispal: un asentamiento levantado en un terreno bajo y húmedo, quizá rodeado de marismas. El significado más aceptado es “la ciudad del llano” o “la que está junto al agua”, lo cual encaja perfectamente con la fisonomía de la primitiva Sevilla: una isla fluvial en medio del Guadalquivir.
El eco de Spal sería el germen de todo lo que vino después. Porque los nombres, como los ríos, no desaparecen; solo cambian de cauce.
Cuando las legiones romanas conquistaron la zona en el siglo II a. C., adaptaron el antiguo Spal a su propia fonética y lo convirtieron en Hispalis. Así entró Sevilla en el gran mapa del Imperio. Bajo este nombre, Hispalis se convirtió en un importante centro administrativo y económico de la provincia Bética. Fue una ciudad de mármol, templos, murallas y puentes, donde nació o se crió parte de la élite romana del sur, incluidos emperadores como Trajano o Adriano.
La palabra Hispalis es mucho más que un nombre: es un símbolo de cómo Roma absorbía y transformaba el legado de los pueblos que dominaba. No borró la raíz, la remodeló.
En el año 711, tras la llegada de los musulmanes, Hispalis cambió de nombre y de destino. La ciudad pasó a ser Ishbiliya, una adaptación árabe del antiguo término romano. Pero esta vez, más que una adaptación, fue una reinvención total. Ishbiliya se convirtió en una de las ciudades más hermosas y sofisticadas de Al-Ándalus. Aquí florecieron las ciencias, la poesía y la arquitectura. Las murallas se ampliaron, surgieron palacios y torres, y el trazado urbano adquirió esa mezcla de laberinto y encanto que aún se respira en barrios como Santa Cruz.
Durante más de cinco siglos, Ishbiliya fue un nombre sinónimo de esplendor. No es extraño que el sonido actual “Sevilla” conserve su cadencia suave, casi musical, heredada directamente del árabe andalusí.
Con la conquista cristiana en 1248, comenzó un proceso lingüístico que duraría siglos. Alfonso X y su corte llamaban a la ciudad Sevillia o Sebilla. La ortografía bailó durante décadas, mientras la ciudad se reconfiguraba con catedrales, conventos y palacios góticos. Pero finalmente, entre los siglos XV y XVI, se consolidó el nombre tal como lo conocemos: Sevilla.
De Ishbiliya heredó la esencia del sonido; de Hispalis, el fondo histórico; de Spal, la raíz más antigua. Por eso Sevilla es un nombre que parece sencillo, pero es una pequeña cápsula del tiempo donde conviven tres milenios.
En torno al nombre de Sevilla se han tejido también leyendas maravillosas. Una de las más populares asegura que fue Hércules quien fundó la ciudad y que su nombre deriva del héroe griego. Aunque históricamente esto no sea cierto, la leyenda sigue viva porque Sevilla es una ciudad que adora las historias que se cuentan al caer la tarde.
Otra tradición, medieval y muy extendida, intentó relacionar el nombre con una supuesta reina llamada “Sevilla”, una figura totalmente fantástica pero que demuestra la fascinación que el nombre siempre ha ejercido.
¿Qué tiene el nombre “Sevilla” que lo hace tan especial? Quizá sea su sonoridad abierta, esa mezcla de “s” y “ll” que se deslizan con suavidad. Quizá sea la emoción que despierta: Sevilla es más que un topónimo, es un universo cultural. Es Semana Santa y Feria, flamenco y poesía, patios encalados y azoteas donde se pone el sol. Son episodios históricos que marcaron al mundo, como su papel en el comercio con América o su carácter multicultural.
Decir “Sevilla” es nombrar una ciudad que ha sabido transformar cada cambio de nombre en una nueva identidad, sin perder jamás su esencia.
Hoy, el nombre de Sevilla se escucha en todos los idiomas del planeta: en aeropuertos, en guías de viaje, en canciones, en partidos de fútbol, en películas. Ha traspasado fronteras y se ha convertido en un símbolo universal de belleza y alegría. Sin embargo, conserva el eco de todas sus etapas: Spal, Hispalis, Ishbiliya… tres nombres que siguen latiendo bajo las calles por donde pasean miles de personas cada día.
Sevilla, en definitiva, no es solo un nombre: es una historia viva. Es la suma de todos sus pueblos, de todas sus lenguas, de todos sus siglos. Y quizá esa sea la razón por la que, cuando alguien la pronuncia, siempre parece que está diciendo algo más que una simple palabra.